De todas las obras que he hecho para Fontegrís, este pequeño diorama de título homónimo a la presente entrada, es una de las que más satisfecho me siento. Estuvo años gestándose en mi cabeza. Tantos, que cuando la idea aún era un cigoto en mi cerebro, yo ni siquiera había empezado a esculpir.
Cuando leí de niño a Tolkien, fué así, como veis en la escenografía, como yo me imaginé ese agujero en el suelo donde vivía un hobbit. Tuvieron que pasar muchos años hasta que, la miniatura, fuera la expresión elegida para materializar físicamente esa idea. Para los conocedores de la obra de Tolkien, resultará evidente que la escena narra ese momento del reencuentro de Gandalf con Bilbo Bolsón que se produce al comienzo de "El Señor de los Anillos". He de deciros que con el transcurrir de los años, y con la idea perfilada y manteniéndose nítida en mi cabeza, el aspecto estético, lo identificable, lo visible a primera vista, dejó de importarme. Empezó entonces a interesarme más el fondo que la forma, lo que está más allá del primer mirar, lo que la escena ha de contar sin enseñar. Para mí, al igual que una fotografía o una ilustración, el cometido de una miniatura es contar una historia. Sin nada que contar, la miniatura no tiene sentido. La historia contada en este diorama, es sin duda la del reencuentro de dos amigos. Pero no dos amigos cualquiera, no. Dos viejos amigos. Y eso de la amistad, en especial siendo vieja y añeja, no es decir cualquier cosa.
Como a los hobbits, no me gusta viajar. Mejor dicho, me gusta conocer lugares distintos y mezclarme con sus gentes, pero no me gusta nada el trámite de desplazarme. Me gusta estar, pero no ir y venir. Con el tiempo, he encontrado en los encuentros y reencuentros el mejor aliciente para mis idas y venidas (que casi siempre van ligadas, u obligadas, a motivos laborales). Encontrarse con personas, en especial con las que merece la pena toparse, es maravilloso; pero los reencuentros tienen algo especial, cuasi mágico. No hablo de esos reencuentros ruidosos y superficiales, de intensidad sólo aparente, que una vez pasado el estruendo del saludo inicial se enfrian quedándose sin argumentos para la conversación posterior. Esos no me gustan. Me refiero a esos reencuentros de emoción contenida e intensidad constante; esos cálidos en su templanza que hacen detenerse el tiempo fundiendo el ayer con el hoy. Esos que, por mucho tiempo transcurrido desde la última vez, hacen que ese día haya sido, o parezca ser, ayer. Esos reencuentros son los que se tienen con un viejo amigo.
Como a los hobbits, a mi tampoco me gustan las visitas inesperadas. Nunca me han gustado, pero además, mi agenda de trabajo no suele permitirme esas licencias. Prefiero las sorpresas anunciadas, ya sabéis, esas que te preguntan por email o teléfono cuándo podrían "sorprenderte" con una agradable visita esperada. Y eso, lo sabe, comprende, y respeta un viejo amigo.
Como los hobbits, adoro las meriendas. Las comidas son demasiado temprano, y uno, no acostumbra a madrugar. Las cenas pueden ser demasiado tarde, y uno, se queda pronto sin contertulios. Pero las meriendas son perfectas. No me refiero a esas meriendas apresuradas de niño que tiene prisa por continuar el juego (con suerte). Ni tampoco a esas llenas de cotilleos, pastas, té, y ginebra en petaca. No. Las meriendas que a mí me gustan son esas que, entre cafés y señales de humo, entre palabras y silencios, se alaaaaaargan hasta convertirse en otra merienda, a la hora de la cena. Esas son las meriendas que se comparten con un viejo amigo.
Ayer, o hace unos dias, o tal vez fueron semanas, o quizás han pasado meses, pero parece que fué ayer, me reencontré, sin desplazarme, con previo aviso, y a la hora de la merienda, con un viejo amigo. Nos conocimos en la Secundaria, en un tiempo en el que los centros de estudios aún no tenian rejas, a finales de los 80, con 13 añitos. En ese tiempo de sueños cambiantes y reafirmación constante; donde el menor revés se multiplica como la peor de las pesadillas, y la utopía parece tan real que puedes sentirla palpitar entre tus dedos. Un tiempo de descubrimientos, en el que nos pasábamos horas haciendo peyas en un parque, exprimiendo nuestro derecho a ser irresponsables, tal vez intuitívamente sabedores que pronto, para poder crecer, tendríamos el deber de ser responsables de nosotros mismos y nuestro camino. Y precísamente nuestros caminos se separaron, pero no quiso el tiempo que lo hicieran nuestros destinos. Y hemos vuelto a reirnos juntos de nosotros mismos, a tomarnos muy en serio el humor, y a rebajar con chistes el drama de la vida. Y es que mi viejo amigo Robi es un filósofo de la vida, de lúcido humor surrealista. Y os aseguro que, por mucho tiempo transcurrido, Robi siempre será un viejo amigo, pero nunca un amigo viejo.
No me gustan las despedidas, así que acostumbro a irme sin hacer ruido. Algunas veces me voy como el otoño, dejando una hoja a mi paso. Otras dejo constancia con carácter retroactivo, por email. Y a veces, las menos, una llamada recuerda que sigo vivo. Pero sin duda, mi preferida, es dejar una canción tras mi partida.
P.D.: A cuento de la Amistad, os recomiendo leer este artículo (ver aquí) del amigo Hernán, publicado en el periódico El Mundo. Eso, es AMISTAD, de la vieja, de la añeja, y también de la pelleja ;-)
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